viernes, 5 de agosto de 2016

Vida o muerte (los gatitos)

Esta es la historia que no quiero escribir.

Hoy, paseando por la calle me he encontrado con esta imagen:



Estoy tan acostumbrada a ver mi comida esperando fileteada en una bandeja de supermercado que se me había olvidado que respira. Al verlo, recuerdo el momento más difícil hasta ahora de mi estancia aquí. Reflexiono, regresando a casa, que la percepción de la vida y la muerte debe ser fundamentalmente distinta para quien tiene que arrebatarla a diario con sus propias manos para sobrevivir. Lo abrupto del fin de la vida se siente distinto para quien, desde pequeño, ha perdido de manera violenta familiares a un conflicto en el que no estaba muy claro qué bando merecía ganar o cuál había cometido mayores crímenes.

Me cuestiono esa separación artificial que manejamos los omnívoros entre permitir moralmente la muerte de peces, vacas, cerdos... Pero no de los animales que nos gusta tener como compañía. Mientras, la imagen de esas branquias en movimiento me ayuda a aceptar el triste destino de los gatitos.

Mi estancia aquí está siendo una lección en todos los aspectos de la vida, pero sobre todo de la muerte. El duelo, la descomposición.
Un día, una salamandra achicharrada de calor cayó de entre las dobleces de mi persiana al bajarla. Mitad curiosidad científica, mitad pereza, la dejé ahí unos días a ver qué pasaba. Llegué un día al cuarto y había un olor muy peculiar, me imaginé que era la salamandra. Al levantarla, había larvas de mosca por todo su cuerpo. Me sentí asqueada mientras la recogí para tirarla, pero satisfice una duda macabra que anidaba en mí desde que se puso de moda el primer show tipo CSI: saber cuál es ese dichoso olor tan punzante que trae consigo la muerte.

Otro día, aparecieron dos gatitos recién nacidos en la Fundación. En una caja con una tela. Aún con el cordón umbilical. Diminutos. Mandé a un grupo de niñas en búsqueda de la madre sin poder contener las lágrimas, sabiendo que esos gatos no iban a superar la noche sin ella. Compré leche, y hasta pensé en traerlos a la casa, hasta que un análisis a futuro me dejó claro que era una opción terrible (¿qué iba a decir la dueña? ¿Quién los iba a cuidar mientras trabajaba? ¿Dónde iban a hacer sus cosas? ¿Qué haría con ellos al marcharme?). Finalmente, me subí en la moto del señor Emiliano y me fui, llorando todo el camino de regreso a casa por la muerte de esos gatitos inocentes. Por la rabia de saber que una persona, deliberadamente, les había separado de su madre. La impotencia de no poder hacer nada. La indiferencia de la gente cuando les estaba dando la solución (¡solo tenían que alimentarlos hasta el día siguiente! ¡Ya había comprado yo la leche!).

Al día siguiente, decidí llegar sin temor a lo que me pudieran contar sobre los gatos. Sin más lágrimas. Las niñas dijeron algo sobre unos "pelaos" que habían botado la leche y no sé que más. Acepté su muerte y continué con mi vida, ya no podía hacer nada.
Pero no estaba preparada para encontrarme, dos días después, el olor a muerte saliendo de la inconfundible caja; escondida entre las plantas mientras las regaba. Alguien debió pensar que sería muy divertido traer los cadáveres de los pobres gatitos de vuelta a la Fundación y dejarlos pudrir dentro.

Cuando la muerte nos deja insensibles, nos volvemos asesinos.





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