sábado, 6 de agosto de 2016

bananas (1971)

La ciudad está llena de plátanos macho y bananos.
Los venden en cada puesto del mercado, en carros hechos a mano por las calles. Todos tienen una cosa en común. Están incomestiblemente verdes. He malgastado unos pocos miles de pesos y por lo menos media docena de estas frutas en aprender que la única forma de emplearlos es dejarlos fuera de la nevera un par de días, a pesar de que "no se puede dejar comida fuera, porque hay animales".

Esta incongruencia es pequeña en comparación con la que estoy viviendo este fin de semana en relación a la vivienda. Parece, literalmente, salida de la película de Woody Allen sobre una República Bananera en medio de una revolución.

Me viene a la mente este artículo titulado: Cuando tu trabajo de ensueño acaba en depresión. En el cual un trabajador humanitario explica, entre otras cosas, cómo debe cambiar de casa 5 veces en menos de 2 años debido a caseros corruptos. ¿De verdad para 2 meses y medio me va a tocar mudarme?

Tengo renacuajos creciendo en el balde que se usa como reserva por si se acaba el agua, limpié de arriba a abajo una nevera en la que los tomates, cebollas y el jengibre se habían dejado pudrir hasta licuarse, los sábados las dos empleadas vienen con los hijos a poner música a tope y ver televisión, la lavadora ha estado rota todo el mes, no sacan la basura aunque ellas también cocinan, me tengo que fregar mis platos pero hay restos de su comida en la pila, todo el edificio tiene acueducto menos este apartamento porque no lo ha querido contratar...

Pero la que se siente incómoda es ella, la casera, la que nunca duerme aquí entre la mugre. Le ofrezco renegociar el precio de acuerdo a las malas condiciones. Pero es que se siente incómoda porque he puesto quejas sobre la casa. Que no es por el dinero. Ofrezco una cantidad que me parece razonable. Digo que si ofrezco es porque ya estoy dispuesta a aceptar la situación.

Sin respuesta.
Bip.
Bip.
Bip.

Al día siguiente decido pagar a la empleada, como ella me ha pedido, pero la cantidad que yo considero.
Realmente, por el tiempo que queda, no me sale a cuenta el trasteo de buscar, mirar, guardar y sacar. Las mudanzas son un agobio. Aunque sea con una sola maleta, tengo la compra recién hecha. Le escribo que he dejado el dinero y la empleada lo ha cogido, le escribo que no quiero causar problemas, que yo también estoy trabajando, etc. En todo momento insisto en que me gustaría hablar con ella, encontrar momento para conversar y llegar a un acuerdo porque uno hablando se entiende mejor. Que no, que está ocupada.

Que se siente incómoda.
Pero ahora ya sí, con ese dinero, en vez de unos días me da hasta septiembre para encontrar algo.

Entonces,  ¿no era el dinero? ¿Es el orgullo? Ambos, ¿tal vez?

A uno le han enseñado que en ocasiones (muchas) hay que escuchar cosas que no gustan, decir cosas que no se sienten, y tragarse palabras que gustaría decir. Es una parte básica de la socialización comunicativa, ideada para que las relaciones en sociedad fluyan de forma pacífica. 
Aquí no.
Aquí, si no me gusta lo que oigo no te escucho. Directamente, la gente se da la vuelta y se va o cuelga el teléfono. 
Si no me da la gana decir algo, no lo hago (es imposible lograr que los niños se pidan perdón unos a otros tras hacerse daño).
Y, eso sí, lo de no decirse cosas a la cara lo han convertido en un arte. Algún mecanismo de defensa tenían que dejar en pie.

Al ser occidentalmente socializado, no digo yo que sea la mejor forma, pero es a la que me han acostumbrado, esto le resulta totalmente desconcertador. ¿Qué otra forma tiene el ser humano de llegar a acuerdos más que el diálogo? Si te niegas al diálogo de forma reiterada, ¿qué alternativas me quedan? La imposición de mi voluntad, la violencia, la huida. Ninguna me parece tan razonable como el diálogo, por muy occidental que este sea.

Normal que las cosas estén como están en estas tierras. No saben comunicarse.
(Diarios de Colón, primera parte).

Se admiten sugerencias.

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