jueves, 3 de mayo de 2018

Fin II. (Implantar la mentalidad del mendicante).

El Año 1 del proyecto terminó el 30 de abril.
Habrá un Año 2. Debería ser una buena noticia. Pero no. He decido que me voy.

Curiosamente, el otro día fui a una clase de yoga -por fin puedo moverme con cierta normalidad desde la caída- y estoy convencida que las esterillas que había eran las mismas que originalmente estaban en La Fundación a mi llegada hace dos años, cuando Melisa me recibió. Fue una señal del cierre de ciclos, supongo.

Estoy desgastada por las demandas del contexto y la dureza de la gente. Tengo, además, carencias fuertes; la necesidad de regresar a un lugar seguro donde sé que me esperan cantidad de experiencias. Siento que aquí ya no aporto ni aprendo nada.

El momento ha pasado.

Descubrí, conocí, recorrí por dentro y fuera de mí. He expandido mis saberes exponencialmente gracias a esta vivencia. Pero ya he llegado al fondo del barril.

Además de lo que me llevo (mucho de ello personal), y lo que ya se ha dicho, hay una última reflexión digna de mentarse en este cierre. Si es que lo es. Tal vez, quien sabe, sea un intermedio.

Chocó es persistente.

¿Alguna vez has visto a un niño pequeño pedir?
Yo sí, muchos, tantos que sus caras se confunden en mi memoria.

Es triste cuando la situación ocurre fuera de contexto, en un país por el cual viajas con tu familia o amigos, sin tener idea de las condiciones que empujan a hacerlo. Pero más triste es aun cuando esos niños son las personas que ves cada varias semana en un proyecto; o menores en la calle, desconocidos pero cercanos. Reconocer que no le piden a cualquiera invita a una reflexión.

Con la misma confianza que se lo solicitarían a sus cuidadores inmediatos -profesores, padres, hermanos-, te piden sin remilgos agua, comida o "doscientos seño".  Pero solo a ti, al verte "de fuera". Se lo piden a tu supervisora -de Bogotá- durante su visita de acompañamiento. No se le pedirían a la vecina, ni a la panadera, ni a la señora que pasa frente a ellos en su camino al trabajo. Nos piden a nosotros por ser de fuera.

Y, cada vez que damos, se refuerza positivamente la impresión de que es válido pedir al foráneo. La idea de que tenemos más que ellos (o mejor que ellos). Pero a la vez, por arte de contraposición, se implanta la mentalidad de ser un colectivo que nos mendiga. Si somos nosotros quienes les damos y ellos reciben, aunque ellos en algún momento fueran los iniciadores de la acción, acaban por perder el poder en la relación volviéndose súbditos de su propio truco al convencerse de que están en posición inferior por recibir constantemente nuestras sobras. Se vuelve entonces convincente pensar, desde su perspectiva, que si me dan es porque tienen más, o no lo necesitan, porque pueden. Les reforzamos esa idea al dar desde la lástima. Acaban creyendo que porque tienen menos, "pobrecito de mí". E incluso, podrían creer que merecen de forma legítima, por alguna vulnerabilidad existente, recibir un intercambio directo de individuo a individuo.

Ojo. La legitimidad de demandar que el sistema repare las inequidades no se cuestiona. Cuestiono aquí la posición de confundir al individuo perteneciente a una parte del sistema diferente a la tuya con la totalidad del mismo -como decir que un hombre concreto debe repararme por la opresión patriarcal, vaya. Por supuesto, el sistema / Estado / economía está compuesta por individuos. Pero rara vez serán personas concretas las responsables de generar reparación directa. A menos que estemos hablando a un nivel legislativo, judicial o ejecutivo de gente con cierto poder social. O de crímenes.

Así, el resultado de dar es una actitud de inacción en el receptor. Al identificar al "enemigo / superior / patrón" con el individuo en lugar de con el todo, se evita crear en la persona receptora de donación instintos activistas, rebeldes, reactivos, reaccionarios al sistema. Volviéndole, a la vez, dependiente de la donación y esclavo del sistema.

La cooperación, en su empeño de ofrecer y dar, refuerza reiteradamente esta estructura de poder. Generando, efectivamente, mendigos en lugar de activistas.

viernes, 6 de abril de 2018

Trocha

Ayer me licencié en trabajo de campo.

Con un pie enfundado en un zapatón ortopédico, el dedo en una condición misteriosa de dolor y una bolsa de permisos me dispuse a adentrarme en el barrial de El Jazmín.

Junto con mi compañera, dos veces entramos por un lado y salimos por otro del poblado. Subiendo y bajando pedregal puro de canto rodado a veces, montañita y cerro de arcilla otras; o hasta cimas de puro deshecho humano consistente en maderos, bolsas y otros plásticos.

Entre las casas de cemento, madera y zinc, algunas grises y otras de vivos colores, olíamos las sopas que se preparaban en la mayoría de ellas. Una niña devora un tazón repleto de arroz con pasta. Sin salsa. El jugo se ha terminado. Pero nada más llegar nos ofrece agua.

Configuraciones familiares de todo tipo. Abuelos cuidando de sus nietas. Tíos y tías mirando por sus sobrinas mientras el padre trabaja en la mina, sin saber nada de la madre. Primas hermanas que reciben a las dos menores en su hogar hasta que la madre regresa de trabajar, para que no estén solas en casa. Hogares monoparentales, a patadas, donde la madre saca adelante más de tres o cuatro críos y habla de la «cantidad» de hermanos que tienen de parte del papá. y alguna familia "tradicional" en la que el padre, ausente a menudo por trabajo, nos ruega que velemos por la seguridad física de su hija.

En una linda casita colgante, al borde de una pared selvática y frondosa, una voz masculina sin identificar le pregunta al chiquillo que nos guía:
-¿Qué culebra era?
-¡Una pequeña! -responde.

Y su madre, al preguntarle sobre la fortaleza principal de ese hijo, le mira con los ojos brillantes sin alcanzar a responder. La vecina que le acompaña, mi compañera también, insisten y reformulan la pregunta. Actúan pensando que ella no ha entendido el significado de mis palabras. Sin comprender que, entendiendo perfectamente el propósito, lo que no le alcanza es la emoción.

Su madre mira al chiquillo, con amor, pero incapaz de formular una expresión de aprecio. Desde ese lugar de vergüenza y vulnerabilidad que sienten las personas a quienes nadie ha enseñado que mostrar amor es una fortaleza, no una debilidad. Tengo que contener mis lágrimas, así que cambio el tema para romper el momento. Esperando que haya quedado en ellos ese espacio e interés de unión.

jueves, 15 de marzo de 2018

Chanchullo electoral y Mercurio

El pasado 11 de marzo fueron las elecciones al Congreso de la República de Colombia. Órgano legislativo conformado por el Senado y la Cámara de Representantes. A mí la política me aburre un rato. Pero como todo, aquí hasta unas elecciones tienen su tinte particular.

El primer indicio de que ocurría algo diferente fue la creciente contaminación ambiental con pancartas y carteles de candidatos para los cargos. Obedeciendo a su instinto rural, el empapelado no se limitó a los postes y muros de la ciudad, ofreciendo un espectáculo digno de esta ciudad:

En algunos locales vacíos, desde el exterior, podía apreciarse al pasar un recinto completamente cubierto -sus cuatro paredes- con los afiches del candidato. Un verdadero mosaico embriagador de caras pastelosas y números tachados en rojo, adornado por algunas bombas (globos en castellano del Quijote) que combinaban con los colores de la propaganda. En un rincón, una mesita cubierta por algún mantel de tela o papel del mismo color principal que los afiches, sobre la cual algún aparato emitía música distorsionada. A su lado, en una silla de plástico de exterior, el candidato en cuestión, esperando a ser consultado por la ciudadanía.

El día de las elecciones, ya había escuchado muchos rumores. Por fin me encontré con suficiente ánimo para dar una vuelta por las actividades que tenemos A LAS SEIS DE LA MAÑANA y acabé pasando frente a un par de sedes electorales.

En mi última visita del día, comentaba con uno de los compañeros la situación mientras observábamos a la gente entrar y salir del colegio:

- El profe me dijo que en nosecual corregimiento el paquete completo estaba a la venta por ochenta mil. - Le digo a Walter, recordando una conversación en la que, brevemente, me habían explicado cómo el soborno local por votos ha evolucionado de traer un camión con ponqué y gaseosas "doslitros" a pagar "paquetes" que compran el voto conjunto de Cámara y Senado.
- Por eso es que yo hace cinco años no voto. - responde él - Todo ese poco 'e gente y nadie hace nunca nada. ¿Sabe por qué están todos esperando ahí?
- Bueno, ¿eso es un paradero de bus, no? - digo yo, ingenua.
- Cual bus, usté sabe que'l bus acá para donde sea, eso, eso... Quibdó es la única ciudad que no tiene paraderos como las demás. - me contesta Walter con una sonrisa.
- Cierto, nada más es levantar la mano y para el bus.
- No, esa gente está ahí esperando porque ya votaron a que vengan a darle lo suyo.

Walter me contó, también, que algunas personas hacen una ronda por los colegios electorales y se sacan hasta doscientos mil pesos ese día reclamando haber votado a tal o cual candidato.

Esa mañana, además, tuvimos la fortuna de escuchar directamente a un señor barrigón, con gafas de sol y de perilla, ataviado con pantalón corto color caqui y riñonera (canguro para Colombia), informar a un receptor anónimo por teléfono que "fuesen a votar, que él respondía por lo de los votantes". Vamos, que encontrarles no es difícil.

La fiesta de la democracia.

A parte de eso, a mes y medio de cerrar proyecto, andamos un poco angustiados con la ejecución. Digo andamos pero es más bien andan (en Bogotá). Pues a mí los indicadores que han marcado me #$%& un poco a estas alturas, ya vistos que son cero consecuentes con la obtención de una mejor calidad de vida.

Así que, después de varias horas de reunión presupuestal -y con otras tantas pendientes-, me he regalado un almuerzo en el mejor restaurante de la ciudad. No es sorprendente que siempre me encuentre a alguien conocido (o por conocer) allí. La última vez estuve sentada al lado de Choquibtown. Hoy, una amiga me ha invitado a reunirme con su grupo de compañeros.

El tedio con los cooperantes de alto nivel (Suiza, Naciones Unidas) es que tienen unos protocolos de seguridad que ni Guantánamo. Les adoctrinan antes de venir sobre todos los peligros que van a encontrar en terreno. Y así, entre risas y bromas, es como he descubierto que Colombia (gracias a Quibdó) es el país número 1 en emisión de mercurio per cápita. Con una breve lectura extra, he descubierto también que el aire selvático que creía puro y limpio tiene hasta 24 veces más mercurio del que la OMS considera peligroso. Especialmente en el centro de esta ciudad. ¿Sabéis donde vivo? Exacto.

ME PICA TODO.

martes, 13 de febrero de 2018

Paro armado, chirimía y sanación

Hace una semana viajé a Bogotá para arreglarme una caries. No es que en Quibdó no haya dentistas (odontólogos), que los hay. Es que la experiencia con el profesionalismo en otros ámbitos me invita cordialmente a desestimar la idea de dejar que alguien aquí taladre mi boca mientras no puedo sentir nada.

Apenas un día antes, el domingo en la noche, me atrevía a romper una de mis normas de seguridad auto-impuestas y salir pasadas las 6 a La Cumbancha con un grupo de amigos. La Cumbancha es un nuevo espacio que apuesta por recuperar uno de los barrios aledaños al centro, San Vicente, construyendo lugares seguros a través de la chirimía en vivo y en directo. El lugar en sí, apenas una choza. Un suelo de cemento, una habitación que guarda la cerveza, sillas de plástico y techo de zinc sujeto por vigas de madera. Lo único que distingue el espacio de la vía pública son unas barandas de cemento, ya que cuando la fiesta se anima y no está lloviendo la gente se vuelca a la calle para disfrutar de la música sin el calor de la aglomeración.

Fue mi primera noche «compartiendo» verdaderamente en Quibdó, una cena entre amigos y una noche de bailes sin mucho o nada de alcohol. Gente sana y responsable. Diversión.

Pero, cual mediocre cenicienta, se me hacía tarde y la obligación me llamaba a regresar para no estar cansada al día siguiente. Por lo que acepté un viaje como «pato» en la moto de alguien poco conocido en lugar de esperar a regresar en grupo con los demás.

Y así, en un cruce poco iluminado, todavía no tengo muy claro quien, se saltó un semáforo y... ¡PUM! De bruces contra el asfalto.

Quiso la suerte que viajase pronto y no tuviera que tomar la decisión de visitar algún abarrotado hospital, con profesionales formados a medias o agotados de sobrecarga. Pero sí me tocó vivir en Bogotá el drama de la privatización de los servicios públicos. Aunque eso no sea el sujeto de este escrito, estoy segura que el acetaminofén no cura todos los males por muy barato que salga.

Allí, en la comodidad y seguridad del hogar, con el apoyo de seres queridos, recibí la amarga noticia del aviso de paro armado en Chocó.

La impresión inicial fue incredulidad.
¿Una imagen que circula por WhatsApp? ¡Esto puede mandarlo cualquiera!



Tras indagar un poco y confirmar su veracidad... Ira, decepción, miedo, incertidumbre.
¿Y, ahora, qué hago? ¿Me quedo aquí? ¿Regreso?

Regresé. La ciudad estaba tranquila (continúa aparentando normalidad) así que regresé.
Ayer, circuló otro mensaje.


























Igualmente, por el tipo de redacción y medio, lo primero que sentí fue incredulidad.

Hasta que lo comenté con alguien que me informó sobre lo habitual de este tipo de redacción.
Estamos en toque de queda paramilitar.

La realidad del hecho no es un cambio claro de actitud o conducta en las calles y comercios, sino más bien la sensación de miedo e incertidumbre generalizada.

Por tanto estos días los he tomado con calma y precaución, entre la limitación en movilidad y el susto. Sin apenas salir de casa. Y es aquí donde me ha venido a visitar hoy, esta vez por motivos personales, la panadera que nos suministra. Una señora de edad, desplazada y cristiana acérrima. Antes de venir, me ha llamado a preguntar si podía pasar por la casa a darme «unos aceites de sanación». Como yo soy más de decir que sí a las cosas que lo contrario, me he encontrado de pronto en la siguiente situación:

Maria Fernanda, la panadera, sentada en mi sofá y comentándome diversos sucesos de su cotidianidad, saca un frasco del bolso marrón de cuerina que siempre la acompaña. De una bolsa de algodón, saca además un pedazo pequeño de este material, dejando la bolsa vacía. Tras servir amplias gotas de una sustancia casi incolora de este frasco de plástico blanco sobre el algodón, emplea la bolsa mentada para guardar el bote y me dice:
- Es un aceite sanador, para aplicárselo.
- De acuerdo - respondo, con una sonrisa acogedora.

Maria Fernanda se pone en pie. Comenzando a untarme el algodón impregnado.
- Se aplica en la frente, en las palmas y las plantas de los pies - me unta también las rodillas.
- Pon tus manos sobre el corazón - me indica. Y con vehemencia, imponiendo sus manos sobre mi frente, declama:
- En el nombre de Dios todopoderoso, y Jesucristo nuestro señor, sana este cuerpo, su templo. Si hay en él algún hematoma, esguince o rotura, ¡za! Que salga de este cuerpo que es tuyo la enfermedad, ¡za! Protégelo ¡za!

Y así, he experimentado la sanación cristiana. Que se ha sentido, sobre todo, como una gran muestra de afecto y cuidados. Cada contexto, su lenguaje.

miércoles, 31 de enero de 2018

Reclutamiento

Esta es una breve historia sobre el reclutamiento de menores en Colombia.

Desde hace algunos meses empleamos el mismo servicio de bus para el transporte durante los talleres de capacitación. Así, dado que paso entre una y dos horas cada recorrido con el conductor, hemos forjado cierta confianza.

El domingo pasado, cuando aún no había subido ningún niño al bus, Medrano (el busetero) charlaba más de lo habitual con su asistente. Ese día le ayudaba en la tarea de echar reversa una mujer, lo cual posiblemente tenía que ver con su locuacidad.

En su conversación empezó a incluirme a mí, comentando trivialidades de la vida en Quibdó a las cuales yo asentí sin mucha gana. Esa ruta me da una pereza inmensa.
Pero algo en la charla me llamó la atención. Medrano le explicaba a la muchacha lo siguiente:

«Sí, yo jugaba ahí siempre. Pero un día llegaron y nos dijeron a ese poco de pelaos que ya iban a llegar las armas y nos daban un sueldo. Al principio pensé que estaba bien y quería la plata, pero luego dijeron que uno no se podía salir una vez dentro y entonces ya no quise. Me tocó bajarme de ahí. Los que se quedaron ahora uno los ve y no se pueden salir. Aunque quieran. Si se salen, les matan por salirse o les matan los otros».

Su compañera estuvo de acuerdo: «Aha, si se van, o les matan ellos o les matan los otros».

Y, sin más, continuaron comentando sobre cosas triviales de la vida y el camino.