martes, 13 de febrero de 2018

Paro armado, chirimía y sanación

Hace una semana viajé a Bogotá para arreglarme una caries. No es que en Quibdó no haya dentistas (odontólogos), que los hay. Es que la experiencia con el profesionalismo en otros ámbitos me invita cordialmente a desestimar la idea de dejar que alguien aquí taladre mi boca mientras no puedo sentir nada.

Apenas un día antes, el domingo en la noche, me atrevía a romper una de mis normas de seguridad auto-impuestas y salir pasadas las 6 a La Cumbancha con un grupo de amigos. La Cumbancha es un nuevo espacio que apuesta por recuperar uno de los barrios aledaños al centro, San Vicente, construyendo lugares seguros a través de la chirimía en vivo y en directo. El lugar en sí, apenas una choza. Un suelo de cemento, una habitación que guarda la cerveza, sillas de plástico y techo de zinc sujeto por vigas de madera. Lo único que distingue el espacio de la vía pública son unas barandas de cemento, ya que cuando la fiesta se anima y no está lloviendo la gente se vuelca a la calle para disfrutar de la música sin el calor de la aglomeración.

Fue mi primera noche «compartiendo» verdaderamente en Quibdó, una cena entre amigos y una noche de bailes sin mucho o nada de alcohol. Gente sana y responsable. Diversión.

Pero, cual mediocre cenicienta, se me hacía tarde y la obligación me llamaba a regresar para no estar cansada al día siguiente. Por lo que acepté un viaje como «pato» en la moto de alguien poco conocido en lugar de esperar a regresar en grupo con los demás.

Y así, en un cruce poco iluminado, todavía no tengo muy claro quien, se saltó un semáforo y... ¡PUM! De bruces contra el asfalto.

Quiso la suerte que viajase pronto y no tuviera que tomar la decisión de visitar algún abarrotado hospital, con profesionales formados a medias o agotados de sobrecarga. Pero sí me tocó vivir en Bogotá el drama de la privatización de los servicios públicos. Aunque eso no sea el sujeto de este escrito, estoy segura que el acetaminofén no cura todos los males por muy barato que salga.

Allí, en la comodidad y seguridad del hogar, con el apoyo de seres queridos, recibí la amarga noticia del aviso de paro armado en Chocó.

La impresión inicial fue incredulidad.
¿Una imagen que circula por WhatsApp? ¡Esto puede mandarlo cualquiera!



Tras indagar un poco y confirmar su veracidad... Ira, decepción, miedo, incertidumbre.
¿Y, ahora, qué hago? ¿Me quedo aquí? ¿Regreso?

Regresé. La ciudad estaba tranquila (continúa aparentando normalidad) así que regresé.
Ayer, circuló otro mensaje.


























Igualmente, por el tipo de redacción y medio, lo primero que sentí fue incredulidad.

Hasta que lo comenté con alguien que me informó sobre lo habitual de este tipo de redacción.
Estamos en toque de queda paramilitar.

La realidad del hecho no es un cambio claro de actitud o conducta en las calles y comercios, sino más bien la sensación de miedo e incertidumbre generalizada.

Por tanto estos días los he tomado con calma y precaución, entre la limitación en movilidad y el susto. Sin apenas salir de casa. Y es aquí donde me ha venido a visitar hoy, esta vez por motivos personales, la panadera que nos suministra. Una señora de edad, desplazada y cristiana acérrima. Antes de venir, me ha llamado a preguntar si podía pasar por la casa a darme «unos aceites de sanación». Como yo soy más de decir que sí a las cosas que lo contrario, me he encontrado de pronto en la siguiente situación:

Maria Fernanda, la panadera, sentada en mi sofá y comentándome diversos sucesos de su cotidianidad, saca un frasco del bolso marrón de cuerina que siempre la acompaña. De una bolsa de algodón, saca además un pedazo pequeño de este material, dejando la bolsa vacía. Tras servir amplias gotas de una sustancia casi incolora de este frasco de plástico blanco sobre el algodón, emplea la bolsa mentada para guardar el bote y me dice:
- Es un aceite sanador, para aplicárselo.
- De acuerdo - respondo, con una sonrisa acogedora.

Maria Fernanda se pone en pie. Comenzando a untarme el algodón impregnado.
- Se aplica en la frente, en las palmas y las plantas de los pies - me unta también las rodillas.
- Pon tus manos sobre el corazón - me indica. Y con vehemencia, imponiendo sus manos sobre mi frente, declama:
- En el nombre de Dios todopoderoso, y Jesucristo nuestro señor, sana este cuerpo, su templo. Si hay en él algún hematoma, esguince o rotura, ¡za! Que salga de este cuerpo que es tuyo la enfermedad, ¡za! Protégelo ¡za!

Y así, he experimentado la sanación cristiana. Que se ha sentido, sobre todo, como una gran muestra de afecto y cuidados. Cada contexto, su lenguaje.